La última prueba del vestido fue más soportable que las anteriores. La botera, una mujer regordeta y seria, descosía los hilvanes con maestría rigurosa, aunque a mí me entraban auténticos escalofríos oír el sonido de las tijeras recorriendo mi espalda. Cualquier sacrificio era llevadero por el sólo hecho de pensar que el día de San Juan iría a la procesión con mi vestido nuevo.
Y …no sólo eso, al final de las fiestas empezarían las vacaciones de verano y la idea de pasar las tardes en El Chanto con mi flotador de peces de colores me hacía estar inquieta y deseosa de que pasaran los días previos al San Juan.
En la imprenta de mi padre la actividad era frenética. Se imprimirían cientos de papeletas para la tómbola que recorrería durante el verano los pueblos de toda Galicia, animando a probar suerte y fortuna. El premio gordo: un lote de cacerolas esmaltadas de color rojizo.
Era tal la urgencia de la confección de las rifas que se tuvo que pedir refuerzos y se enviaron papeletas a señoras que solían aceptar trabajos para realizar en sus casas. Esta vez debían cerrar con pegamento la rifas, para luego ser cortadas en la guillotina.
El 24 de junio amaneció blandiendo campanas y estallando cohetes, hasta despertar a una población somnolienta y cansada que aún no se había repuesto del día anterior, cuando las hogueras y los fuegos artificiales habían dado el pistoletazo de salida a unas fiestas patronales que la comisión de festejos había preparado con esmero: puerta a puerta, pidiendo aportaciones a los vecinos: ¡las mejores orquestas tenían que venir a Sarria!, no en vano nuestra fama nos precedía.
El sarriano es orgulloso de su pueblo sin pudor. Siempre he oído decir a mi padre: “ser sarriano es un título que hay que portar con dignidad”. Hoy el sólo hecho de pensarlo me emociona; de ahí que con cierta presunción digo que soy de Sarria a secas y… si alguien no sabe dónde queda… ¡que lo busque en google
Volviendo a nuestro relato.
Con mi vestido nuevo y mis zapatos de charol de estreno, acudí a casa de mis abuelos, que vivían en la Calle Mayor, junto a la Iglesia de Santa Marina. Desde el balcón se podía dominar toda la vida social de Sarria: quien iba a la iglesia, al casino, a la feria, al Ayuntamiento, a la Academia de Don Ramón o se paraba a mirar la cartelera del cine Cissa o Capitol… Toda Sarria pasaba por delante de aquel balcón pequeño e insignificante.
El repique de campanas era atronador y la procesión haría su recorrido habitual subiendo por el murallón, desde donde se escuchaban ya los primeros acordes de los músicos que probaban el sonido para el concierto que se daría al término de la procesión.
Antes de almorzar pasaríamos por la Unión a la sesión Vermut. Siempre me gustó La Unión, en todas las etapas de mi vida: cada una con un recuerdo atrapado entre la melancolía y el anhelo. Este lugar, presidido por la más maravillosa lámpara de exterior que uno puede imaginar, fue testigo y sigue siéndolo de amores, envidias, devaneos y vanidades. Todos los ingredientes humanos necesarios en una reunión social. Y créanme si les digo que el mejor entrenamiento para la vida social lo hice asistiendo a la cena americana, que nunca supe por qué se le llamaba así, pero hay que reconocer que hasta para esto los sarrianos saben ponerle el toque chic.
Los mayores hacían su sobremesa, después de un almuerzo pantagruélico a base de entremeses, ensaladilla rusa, merluza a la romana y cabrito asado. Mientras los más jóvenes nos relamíamos con los rusos de la pastelería Fulgencio o los lacitos de Matías Loureiro.
Ya contra la noche, cuando toda la familia se disponía a salir, sonó el teléfono; mi padre lo descolgó y su rostro cambió de tal modo que su sonrisa fresca, invasiva y cálida se tornó en pánico.
– ¿Qué ocurre? preguntaba mi madre.
– ¿Qué pasa? decíamos mi hermano y yo.
– Siento mucho lo que ha ocurrido, pero no se preocupe; creo que sé lo que está pasando- contestó mi padre a su interlocutor intentando no perder la calma.
Colgó el teléfono y se dirigió a mi madre.
– El dueño de la tómbola me dice que unas señoras le están arruinando; cada día se acercan a la tómbola y presentan rifas con el premio de un lote de cuatro cacerolas. Creo que sé lo que está ocurriendo.
Sin hablar nada más, salimos a la calle. Al poco rato estábamos llamando a la puerta de una casa; nos abrió una señora bajita y con un bigote más que incipiente.
En un principio negó la acusación que le hacía mi padre, quien le imputaba haberse quedado con papeletas premiadas cuando se le dio el trabajo de pegar las rifas para la tómbola.
Mi padre actuaba por intuición y estaba visiblemente nervioso. Así que optó por decir que llamaría a la Guardia Civil si no se devolvía lo “ganado” fraudulentamente. La señora, ante tal posibilidad, cambió el discurso y nos hizo pasar al salón de su casa en donde se encontraba un buen montón de los lotes de flamantes cacerolas de color rojizo.
Gracias que aquel día hacía un calor que se asaban los pájaros; que de no haber sido así, a más de uno le extrañaría ver la sorprendente procesión de cuatro adultos y dos niños acarreando un montón de cacerolas por todo Sarria.
Aquel San Juan fue de lo más divertido. A mi padre casi le da un infarto, pero al final recuperó su sonrisa y durante toda su vida contó aquella anécdota. Por mi parte, en aquel San Juan bailé por primera vez, y lo hice con el chico que me gustaba, por supuesto siempre bajo las luces floreadas de la lámpara de La Unión.
Viruca Yebra
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